9.5.12

No se nos vio la cara con el pelo pero estábamos sonriendo, y estábamos tristes. Rajando la ciudad como algunas veces antes habíamos hecho, con la cabeza a años luz y las manos una dentro de la otra.
Si se acaba el invierno de qué nos vamos a curar, cuál va a ser el frío al que plantar cara, qué va a pasar con todas las habitaciones que huelen a cerrado y que esperan que abramos sus ventanas. A qué va a oler volver a casa.
No se nos vio el pecho pero teníamos un corazón que dormía en alguna parte. Arrastrando los pies y pensando dónde colocar ese millón de hojas muertas. Cantando con la voz pequeña y con la boca cerrada.
Pensábamos “si arden las ciudades dónde vamos a vivir”, cuál será el siguiente desafío, con qué vamos a iluminarnos los ojos cuando todo se haya convertido en cenizas.
No se nos vio la piel pero nuestra sangre fluía como un río que se está quedando dormido.
Bailando lentamente con la inercia del deseo, traicionando con nuestros pasos el silencio que inventamos. Todas las canciones que no nos habían dado permiso, todos los momentos que esperaban impacientes detrás de la puerta. La muerte que se anidaba en sus años y que irrumpía en los míos.
Grité fuerte “bésame de una vez y estoy segura de que todo el mundo lo escuchó. Pero no era invierno. Tampoco era la casa. No era el fuego. Y tal vez ni siquiera éramos los mismos.

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