Si se acaba el invierno de qué nos vamos a curar, cuál va a
ser el frío al que plantar cara, qué va a pasar con todas las habitaciones que
huelen a cerrado y que esperan que abramos sus ventanas. A qué va a oler volver
a casa.
No se nos vio el pecho pero teníamos un corazón que dormía
en alguna parte. Arrastrando los pies y pensando dónde colocar ese millón de
hojas muertas. Cantando con la voz pequeña y con la boca cerrada.
Pensábamos “si arden
las ciudades dónde vamos a vivir”, cuál será el siguiente desafío, con qué
vamos a iluminarnos los ojos cuando todo se haya convertido en cenizas.
No se nos vio la piel pero nuestra sangre fluía como un río
que se está quedando dormido.
Bailando lentamente con la inercia del deseo, traicionando
con nuestros pasos el silencio que inventamos. Todas las canciones que no nos habían
dado permiso, todos los momentos que esperaban impacientes detrás de la puerta.
La muerte que se anidaba en sus años y que irrumpía en los míos.
Grité fuerte “bésame de una vez” y estoy segura de que todo el mundo lo escuchó. Pero no era
invierno. Tampoco era la casa. No era el fuego. Y tal vez ni siquiera éramos
los mismos.
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