Un millón de nudos aquí dentro
y ninguna cuerda ahí afuera.
A veces las noches de Sábado, y los bares, y el alcohol, y la gente bailando y sonriendo me resultan brutalmente tristes. Esa gente que se dirige la mirada pero no se mira y habla con los oídos cerrados y parece feliz.
También me ocurre en los cumpleaños, y en las bodas, y en las celebraciones más alegres. Yo sólo puedo sentir una tristeza absoluta y aguda y sólo puedo darme más y más cuenta de que descubrirán la bomba en el primer movimiento del estallido.
Tengo emoción de funeral en algunos nacimientos, y un sabor amargo, de derrota, en las victorias más celebradas.
Hay veces en las que los aplausos y el entusiasmo me dan muchas ganas de llorar. Es entonces, mientras la gente se acerca y se quiere y se abraza, cuando yo huyo por la puerta de atrás con esa sensación de muerte y desasosiego. Brindando por la vida dulce con los labios cerrados, asistiendo a la muerte inevitable de todos los minutos y asumiendo esta tristeza serena como forma de vida,
sólo a veces,
cuando los colores duermen y el resto del mundo se ríe.
Sólo a veces.
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