8.2.12

complicidad correspectiva

Me mató muchas veces. Todavía lo recuerdo.
Me miraba fijamente, gesticulaba una mueca entre asco y venganza y vomitaba una frase de prisión y sangre.
Era un hábito, casi un ritual.
Después yo lamía mis heridas, en silencio y despacio, pero nunca me daba tiempo a estar lista para el siguiente asalto. Le devolvía golpes por la espalda, siempre desde el suelo, pero nunca le hacían daño.
Hablaba del origen, de la infancia, ponía su firma a cada palabra para justificar mis silencios. Me besaba en la boca, dejaba el plato limpio y se iba a trabajar con aquellas botas llenas de barro.
No era feliz y no quería estar solo en eso.
Cuando volvía yo limpiaba sus botas, le llenaba el plato y le hablaba del futuro. Nunca escuchaba y nunca decía basta. Sólo me mataba. Me mataba muchas veces.
Primero torcía la cara, después apretaba los dientes y al final me decía de qué color eran mis sueños y qué nombre llevarían mis pesadillas. Yo callaba, anestesiaba mi amor y cerraba los ojos. Eso hacía; desnudarme para exponerme a la tormenta, reunir plomo para pisar más lento, ayudarle a acabar conmigo.
Me mató tantas veces que aún no sé si me mató del todo.
Y ya no queda apenas nada.
La rabia se convirtió en alivio, la venganza en olvido y el tiempo perdido lo invertí en historias que acabaron por suceder.
Lo que sí queda es la culpa.
Siempre la culpa y mis propias manos señalándome. Mi boca acusándome,
una y otra y otra vez, de cómplice de asesinato.

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