Como un animal al borde de la inanición busco algo que llevarme a la boca. Algún pedazo que morder fuerte mientras el líquido de lo que fuimos se resbala simuladamente entre mis dedos.
Lo llamábamos amor porque la palabra infecto restaba poética a nuestra gran obra.
Durante cada mes gélido hice caso omiso a las responsabilidades que tenía conmigo misma; alejaba el juicio sobre lo incorrecto, dejaba en el aire las preguntas sobre la traición, abandonaba el debate de cuándo era necesario abandonar la lírica para enfrentarse a lo real.
Tenía el ansia de recuperar lo estático y me llevé por delante cualquier indicio de error. Lanzada a la vida, despedacé y mastiqué cada trozo de historia que me miraba a los ojos.
Daba igual si veneno, daba igual si maldad.
Más tarde empecé a recordar que algunas ciudades siempre tienen algo que mentir; pero por entonces ya era muy tarde. Tenía los pies en una tierra que empezaba a hacer raíces con mis propias palabras.
Cuando tus propios zapatos se sienten un origen en suelo firme siempre es mejor continuar descalzo y tener derecho a volar.
Por eso me quité la ropa que olía a invierno y olía a islas y abandoné un barco que nunca me aceptó. Y por eso volví a la vida de los bailes lentos, y dormí poco en habitaciones de hotel con vicio en las mesillas, y bajé de nuevo las persianas para que no descubrieran que esa persona no era realmente yo. Volví a hacer teatro en las butacas y no en escena, y volví a arroparme con algo más que mantas extrañas.
Y por eso ya no sé qué era el retorno; porque la velocidad sólo tiene una dirección y casi nunca te avisa de cuándo cambia de sentido.
Y no sólo eso. También aprendí algunas cosas.
Que el infinito es sólo una cortina extraña que nos deja calados.
Que no basta con dejarse el cuerpo y desafiar lo imposible.
Que la mentira no es el único arma que aniquila la utopía.
Es, también, el silencio
una manera de pudrir la verdad.
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