13.4.15

Nunca he podido soportar tanta sensibilidad.
Ni yo
ni el mundo.

Hay una familia comiendo en un salón con tapetes en la televisión, figuritas con forma de cisne, cuadros en relieve con niñas con grandes mofletes vestidas de rosa.
Esa familia mira su plato. En la sopa flotan pedazos de pan.
Esa familia no se mira, ni habla.
La banda sonora es un reloj tic tic tac tac que cada hora cruza el espacio como una estrella fugaz; breve e inalcanzable. 
Esa familia son todos mis vínculos.
Esa familia no es capaz de mirarse a sí misma. Encima de la mesa hay una botella de vino, migas y algo siniestro en su manera de amar. Al fondo del pasillo gotea el el lavabo del baño y la pena se mezcla con la sopa de arroz y cebolla.

Nunca he podido convivir con mis explosiones.
Ni yo
ni el mundo.

Existe una isla en el mundo que un día intentó acabar con nosotros. Tú tenías un puñal detrás de la espalda y yo un AS en la manga. No quería jugar mis cartas,
era dejar de quererte,
dejar de existirnos. Pero la isla estaba segura de querer acabar con nosotros.
Hubo dos tormentas, carreteras de tierra y yo tenía que pedalear para mantenernos vivos. El aire a veces soplaba en contra y la isla tenía forma de U. Nuestros extremos complicaban mi lucha,
tu lengua entorpecía mi búsqueda.
La isla nos quería muertos.

Nunca he podido pertenecerme a mi misma.
Ni a mi misma
ni al mundo.

Un día habité en mi despensa. Era una despensa por donde pasaban muchas personas, pero por la noches se convertía en mi territorio. A veces encendía la luz de la cocina para que la oscuridad guardase mis secretos. 
Yo era un ratón que hacía guardia a los cereales y a los tormentos,
yo era una polilla perdida que se había quedado a vivir en una corriente de aire caliente,
yo era la despensa y los cereales y el chocolate se convertían en mi cuerpo. 

Extrapolaba los limites, habitaba la despensa por no habitarme a mi misma.
Convivía con la luz de la cocina por no convivir con nuestro falso amor.
Soportaba la frialdad de las baldosas para no sentarme a la mesa con vuestras pesadillas.

Nunca he podido saberme enteramente viva.
Ni a mi, 
ni a la vida.
Y sin embargo nunca he parado de palpar a oscuras este espacio de tiempo que me dieron,
este pedazo de espacio que me fue concedido,
estos límites físicos,
 este cuerpo,

 esta poesía que yo misma hice surgir.
Siempre fue el Aduela un epicentro y yo un planeta, 
tonto y cobarde,
dando vueltas despacio. Acercándome. Quemándome. Huyendo espantada.
Siempre fueron vuestras cabezas el centro,
el intermedio,
la isla. 
Y yo me convertía en río y acariciaba vuestros límites,
manando de la montaña del deseo,
sin preguntarme ni una sola vez
dónde iba a dar,
dónde a morir,
en qué momento llevaría toda la historia, conmigo, a acabar en alguna parte.

No soy un objeto de deseo y no puedo convertirme en algo aleatorio y sin importancia que interrumpa en los Viernes noche y pretenda cambiarlo todo.
No cambia nada quien nada es.
No cambia nada quien no confía en sí mismo.

Y yo de repente he entendido que el amor es sólo universal si le roza a una misma.
He huido de la duda. Me he cogido un taxi y no he pasado por ti.
No he sido fuerte, sino que he estado exhausta y no he podido cruzarte.

No soy nadie para ti
y tú eres sólo el reflejo de todos mis amantes frustrados.

No tenemos nombre.

No existimos.
Y en el medio de una linea de edificios rojo fuego, y una ciudad por conquistar, y una niebla de la que me hablaste,
tu recuerdo
entre sombras y sobras,

tu recuerdo

deshidratándose.